viernes, 20 de abril de 2018

Testimonio de sanación del Padre Emiliano Tardif

TODO COMIENZA CON UNA SUPUESTA TUBERCULOSIS PULMONAR

En 1973, yo era provincial de mi Congregación, Misioneros del Sagrado Corazón, en la República Dominicana.
Había trabajado demasiado, abusando de mi salud en los 16 años que tenía como misionero en el país.

Pasé mucho tiempo en actividades materiales, construyendo iglesias, edificando seminarios, centros de promoción humana, de catequesis, etc.
Siempre estaba buscando dinero para edificar casas y para dar alimento a nuestros seminaristas.
El Señor me permitió vivir todo ese activismo y, por el exceso de trabajo, caí enfermo.
El 14 de junio de ese año en una asamblea del Movimiento Familiar Cristiano me sentí mal, muy mal.
Tuvieron que llevarme inmediatamente al Centro Médico Nacional.
Estaba tan grave que pensaba que no podría pasar la noche.
Creí realmente que me iba a morir pronto.
Los médicos me hicieron análisis muy detenidos, detectándome  tuberculosis pulmonar aguda.
Al ver que estaba tan enfermo pensé volver a mi país, Quebec, Canadá, donde nací y vive mi familia.
En Canadá me internaron en un centro médico especializado donde los médicos me volvieron a examinar, pues querían estar bien seguros de cuál era mi enfermedad.
El mes de julio se lo pasaron haciendo análisis, biopsia, radiografías, etc.

Después de todos estos estudios, confirmaron de manera científica que la tuberculosis pulmonar aguda había lesionado gravemente los dos pulmones. 

Para animarme un poco me dijeron que tal vez después de un año de tratamiento y reposo podría volver a mi casa.


LLEGA LA SANACIÓN CARISMÁTICA

Un día recibí dos visitas muy peculiares.
Primero llegó el sacerdote director de Revista “Notre Dame”, quien me pidió permiso de tomarme una fotografía para el artículo: “Cómo Vivir con su Enfermedad”
Aún él no se despedía cuando entraron cinco seglares de un grupo de oración de la Renovación Carismática.

En República Dominicana me había burlado mucho de la Renovación Carismática, afirmando que América latina no necesitaba don de lenguas sino promoción humana, y ahora ellos venían a orar desinteresadamente por mí.

Estas visitas tenían dos enfoques totalmente diferentes: el primero para aceptar la enfermedad; el segundo para recobrar la salud.
Como sacerdote misionero pensé que no era edificante rechazar la oración.
Pero, sinceramente, la acepté más por educación que por convicción.
No creía que una simple oración pudiera conseguirme la salud.
Ellos me dijeron muy convencidos.

— Vamos a hacer lo que dice el Evangelio  “Impondrán las manos sobre los enfermos y éstos quedaran sanos”

Así que oraremos y el Señor te va a sanar.
Acto seguido se acercaron todos a la mecedora donde yo estaba sentado y me impusieron las manos.
Yo nunca había visto algo semejante y no me gustó.
Me sentí ridículo debajo de sus manos y me daba pena con la gente que pasaba afuera y se asomaba por la puerta.
Entonces cerraron la puerta, pero ya Jesús había entrado.
Durante la oración yo sentí un fuerte calor en mis pulmones.
Pensé que era otro ataque de tuberculosis y que me iba a morir.
Pero era el calor del amor de Jesús que me estaba tocando y sanando mis pulmones enfermos.

Durante la oración hubo una profecía. El Señor me decía. “Yo haré de ti un testigo de mi amor”. 

Jesús vivo estaba dando vida, no sólo a mis pulmones sino a mi sacerdocio y a todo mi ser.
A los tres o cuatro días me sentía perfectamente bien. Tenía apetito, dormía bien y no había dolor alguno.
Yo me sentía bien y quería regresar a casa, pero ellos me obligaron a pasar el mes de agosto en el hospital buscando por todos lados la tuberculosis que se les había escapado y no podían encontrar.
Al final del mes, después de muchos experimentos el médico responsable me dijo:
— Padre, vuelva a su casa. Usted está perfectamente, pero esto va en contra de todas nuestras teorías médicas. No sabemos lo que ha pasado.
— Padre, usted es un caso único en este hospital.
— En mi Congregación también -le respondí riendo.
Salí del hospital sin recetas, medicinas ni cuidados especiales. Me fui a casa pesando sólo 50 kilos.
Quince días después apareció el número 8 de la Revista “Notre Dame”.
En la página cinco estaba mi fotografía del hospital: sentado en la célebre mecedora, con sondas, cara triste y mirada pensativa.
Abajo de la fotografía decía:
“El enfermo debe aprender a vivir con su enfermedad, acostumbrarse a las alusiones veladas a las preguntas indiscretas., y a los amigos que ya no volverán a mirarlo de la misma manera”.
Pero mi salud echó a perder su número.
El Señor me había sanado.
Mi fe era muy pequeña, tal vez del tamaño de un grano de mostaza, pero Dios era tan grande que no había dependido de mi pequeñez.

De esa manera yo recibí en carne propia la primera y fundamental enseñanza para el ministerio de curación: El Señor nos sana con la fe que tenemos No nos pide más, sólo eso.

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