La Última Audiencia de Benedicto XVI
Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, distinguidas
autoridades, queridos hermanos y hermanas:
Os doy las gracias por haber acudido en tan gran número a esta mi última
Audiencia general.
¡Gracias de corazón! ¡Estoy realmente emocionado! ¡Y veo a la iglesia
viva! Y pienso que tenemos también que dar gracias al Creador por el buen
tiempo que nos da ahora, pese a ser aún invierno.
Al igual que el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado,
yo también siento en mi corazón el deber, por encima de todo, de dar gracias a
Dios, que guía y hace crecer a su Iglesia, que siembra su Palabra y de esta
forma alimenta la fe entre su pueblo. En este instante, mi ánimo se dilata y
abraza a toda la Iglesia
diseminada por el mundo; y doy gracias a Dios por las «noticias» que durante
estos años de ministerio petrino he podido recibir acerca de la fe en el Señor
Jesucristo, de la caridad que circula realmente por el cuerpo de la Iglesia y la hace vivir en
el amor, y de la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en
plenitud, hacia la patria celestial.
Siento que llevo a todos en mi oración, en un presente que es el de
Dios, y en el que recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Todo
y a todos recojo en la oración para encomendarlos al Señor, para que consigamos
un conocimiento perfecto de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia
espiritual y para que nuestra conducta sea digna del Señor y de su amor y
fructifique en toda obra buena (cf. Col 1, 9-10).
En este momento hay en mí una gran confianza, porque sé y sabemos todos
que la palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El
Evangelio purifica y renueva, fructifica en todo lugar en el que la comunidad
de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la
caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.
Cuando, el 19 de abril de hace casi ocho años, acepté asumir el
ministerio petrino, tuve la firme certeza que siempre me ha acompañado: la
certeza de la vida de la
Iglesia que procede de la Palabra de Dios. Como ya he contado en más de una
ocasión, las palabras que en aquel instante resonaron en mi corazón fueron:
«Señor, ¿por qué me pides esto, y qué es lo que me pides? Es un gran peso el
que colocas sobre mis hombros, pero si tú me lo pides, por tu palabra, echaré
las redes, seguro de que tú me guiarás, a pesar de todas mis debilidades». Y
ocho años después puedo decir que el Señor me ha guiado, que ha estado a mi
lado y que he podido percibir diariamente su presencia. Ha sido un tramo del
camino de la Iglesia
que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles;
me he sentido como San Pedro con los Apóstoles en la barca en el lago de
Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa ligera, días en los
que la pesca ha sido abundante; pero también ha habido momentos en los que las
aguas estaban agitadas, el viento era contrario —como a lo largo de toda la
historia de la Iglesia—
y el Señor parecía dormir. Pero siempre he sabido que en esa barca está el
Señor, y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es
nuestra, sino suya. Y el Señor no permite que se hunda: es él quien la conduce,
ciertamente también por medio de los hombres que ha escogido, porque así lo ha
querido. Esta ha sido y es una certeza que nada puede empañar. Y por eso hoy mi
corazón rebosa de gratitud a Dios porque nunca ha dejado que falten ni a toda la Iglesia ni a mí su
consuelo, su luz y su amor.
Nos encontramos en el Año de la
Fe, que he querido celebrar para reforzar precisamente
nuestra fe en Dios en un contexto que parece relegarlo cada vez más a un
segundo plano. Quisiera invitar a todos a renovar nuestra confianza firme en el
Señor, a encomendarnos como niños a los brazos de Dios, seguros de que esos
brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día, a
pesar del cansancio. Quisiera que cada uno se sintiera amado por ese Dios que
entregó a su Hijo por nosotros y que nos mostró su amor ilimitado. Quisiera que
cada uno sintiera la alegría de ser cristiano. En una bonita oración que se reza
cada mañana se dice: «Te adoro, Dios mío, y te amo de todo corazón. Te doy
gracias de haberme creado, hecho cristiano…». Sí: estamos contentos por el don
de la fe; ¡es el don más precioso, que nadie puede arrebatarnos! Demos gracias
por ello al Señor cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente.
¡Dios nos ama, pero espera que también nosotros lo amemos!
Pero no es solo a Dios a quien quiero dar las gracias en este momento.
Un papa no está solo al timón de la barca de Pedro, aunque es su primer
responsable. Nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del
ministerio petrino: el Señor ha puesto a mi lado a muchas personas que, con
generosidad y amor a Dios y a la
Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de mí. Ante todo,
vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría, vuestros consejos,
vuestra amistad, han sido preciosos para mí; mis colaboradores, empezando por
mi Secretario de Estado, que me ha acompañado con fidelidad durante estos años;
la Secretaría
de Estado y toda la Curia
Romana, así como cuantos, en sus diferentes sectores, prestan
su servicio a la Santa
Sede. Se trata de muchos rostros que no salen a la luz, que
permanecen en la sombra, pero que precisamente en el silencio, con su
dedicación diaria, con su espíritu de fe y humildad, han sido para mí un apoyo
seguro y fiable. ¡Un saludo especial a la Iglesia de Roma, a mi diócesis! No puedo olvidar
a mis hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a las personas
consagradas y a todo el Pueblo de Dios: en las visitas pastorales, en los
encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he percibido gran
atención y profundo afecto; pero yo también he querido a todos y a cada uno,
sin distinciones, con esa caridad pastoral que es el corazón de todo pastor,
sobre todo del Obispo de Roma, del Sucesor del apóstol Pedro. Cada día he
llevado a cada uno de vosotros en mi oración, con corazón de padre.
Después, quisiera que mi saludo y mi agradecimiento alcanzaran a todos:
el corazón de un papa abarca el mundo entero. Y quisiera expresar mi gratitud
al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, que representa a la gran familia de
las naciones. Pienso también en cuantos trabajan con vistas a una buena
comunicación, y les doy las gracias por su importante servicio.
Quisiera ahora dar las gracias de todo corazón también a todas las
numerosas personas del mundo entero que durante estas últimas semanas me han
enviado señales conmovedoras de atención, de amistad y de oración. Sí: el Papa
nunca está solo; ahora lo experimento de nuevo, de una manera tan poderosa, que
me llega al corazón. El Papa pertenece a todos, y muchísimas personas se
sienten muy cercanas a él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del
mundo: de jefes de Estado, de líderes religiosos, de representantes del mundo
de la cultura, etcétera; pero recibo también muchísimas cartas de personas
sencillas que me escriben simplemente, de corazón, y me transmiten su afecto,
que nace de su unión con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas
personas no me escriben como se escribe, por ejemplo, a un príncipe o a un
grande al que no se conoce; me escriben como hermanos y hermanas o como hijos e
hijas, con el sentido propio de un vínculo familiar muy afectuoso. Aquí se
puede palpar lo que es la
Iglesia: no una organización, una asociación con fines
religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y
hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que a todos nos une. Experimentar la Iglesia de esta manera y
poder casi palpar la fuerza de su verdad y de su amor es motivo de alegría en
un tiempo en el que tantos hablan de su declive. ¡Bien se ve, en cambio, hasta
qué punto la Iglesia
está viva hoy!
Durante estos últimos meses he notado que mis fuerzas habían disminuido,
y le he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara con su
luz para que pudiera tomar la decisión más correcta no por mi bien, sino por el
bien de la Iglesia. He
dado este paso plenamente consciente de su gravedad y también de su novedad,
pero con profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también
tomar decisiones difíciles, trabajosas, teniendo siempre presente el bien de la Iglesia, y no a uno mismo.
Permitidme aquí que vuelva una vez más al 19 de abril de 2005. La
gravedad de mi decisión ha consistido también en el hecho que desde aquel
momento me encontraba comprometido siempre y para siempre por el Señor.
Siempre: quien asume el ministerio petrino no tiene ya ninguna privacidad;
pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. A su vida se
le quita totalmente, por así decirlo, su dimensión privada. He podido
experimentar –y lo experimento precisamente ahora– que uno recibe la vida justo
cuando la da. Antes he dicho que muchas personas que aman al Señor aman también
al Sucesor de San Pedro y le están muy afeccionadas; que el Papa tiene
realmente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que se siente
seguro en el abrazo de vuestra comunión, porque no se pertenece ya a sí mismo,
sino que pertenece a todos, y todos pertenecen a él.
El «siempre» es también un «para siempre»: no hay ya vuelta a lo
privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca
eso. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros,
recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco
de manera nueva cerca del Señor crucificado. No ejerzo ya la potestad del cargo
para el gobierno de la Iglesia,
pero en el servicio de la oración permanezco —valga la expresión— dentro del
recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como papa, me servirá de
gran ejemplo en esto. Él nos mostró el camino de una vida que, ya sea activa o
pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.
Doy las gracias a todos y a cada uno también por el respeto y la
comprensión con que habéis acogido tan importante decisión. Yo seguiré
acompañando el camino de la
Iglesia con la oración y la reflexión, con la misma
dedicación al Señor y a su Esposa que he intentado vivir hasta ahora cada día y
que quisiera vivir siempre. Os ruego que me recordéis ante el Señor y, sobre
todo, que recéis por los cardenales, llamados a un cometido de tanta
importancia, y por el nuevo Sucesor del apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe
con la luz y la fuerza de su Espíritu.
Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre
de Dios y de la Iglesia,
para que acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a ella
nos encomendamos con profunda confianza.
Queridos amigos: Dios guía a su Iglesia y la sostiene siempre, también y
sobre todo en los momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que
es la única visión auténtica del camino de la Iglesia y del mundo. Que
en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, haya siempre la
gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está
cercano y nos envuelve con su amor.
¡Gracias!
(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción
de ECCLESIA)
Maritza Castro P.