Por Luis Martín
Lo que nos une a unos y a otros en los grupos y comunidades en la R.C. no son lazos humanos de simpatía o de amistad, de afinidad o de parentesco.
Lo que hace que nos sintamos todos hermanos, sin distinción de clases, cultura, tendencias sociales o políticas, ni tampoco edades, es algo que ha sido muy decisivo en nuestras vidas y que es lo que mejor podemos compartir: la experiencia de Jesús a la que hemos llegado por la acción de su Espíritu derramado sobre nosotros. Acogidos por otros hermanos, y en parte por su oración y amor, hemos llegado a nuestra aceptación de Jesús, a un encuentro personal con El, que nos ha seducido y nos ha marcado.
Esto es lo que más nos ha unido a unos y otros, sin que antes nos conociéramos, y sin que previamente hiciéramos opción por estos hermanos o aquellos. Es así como hemos entrado en relación y trato los que ahora nos encontramos en este grupo determinado. El Señor es lo que verdaderamente nos une: por El estamos dispuestos a renunciar a muchas cosas y hasta daríamos la misma vida.
Por tanto las relaciones entre nosotros han de estar definidas por la experiencia que tenemos del Señor y el compromiso al que por El hemos llegado. En una palabra: por nuestra relación con Jesús.
A partir de esta experiencia común hemos llegado a descubrir, mucho más a fondo de lo que antes sabíamos, cómo Dios es nuestro Padre y cómo nos ama con un amor tan concreto y personal. Y esto ha hecho que también descubramos vivencialmente cómo éste y éste son mis hermanos por un motivo más especial: porque estamos compartiendo una profunda experiencia, y porque el Señor nos ha puesto juntos en un mismo camino. Por el poder de Dios operante en nuestros corazones hemos llegado a amar a todos, a perdonar a aquellos que nos habían ofendido. La alegría de encontrarnos unidos, la necesidad de vernos y compartir cuanto hacemos y nos pasa, todo se explica porque nos sentimos hermanos.
Si en algún momento empiezo a cansarme de ellos o a perder interés por su trato, si me impresionan más sus defectos que sus buenas cualidades, si no los veo como don de Dios ni siento necesidad por el hermano (l Co 12, 21), la explicación que por ley ordinaria me tengo que dar es que el Espíritu se está apagando en mí (1 Ts 5, 19) y reaparecen mis antiguos complejos y recelos. He aquí un termómetro de gran fidelidad que me puede dar los grados tanto de mi unión con el Señor como de mi pecado.
CUANDO SURGE UNA TENSION
Si el nivel de vida espiritual se mantuviera siempre estable o más bien creciente no experimentaríamos la menor dificultad en nuestras relaciones con los hermanos. Pero la realidad es que vivimos oscilaciones, decaimientos y retrocesos y estamos siempre sometidos al cansancio y a las pruebas, que frecuentemente nos cogen desprevenidos. Es entonces cuando más difícil resulta vencer el amor propio, los impulsos que no vienen del Espíritu, y por tanto, mi relación con cualquier hermano se resiente. La tensión puede surgir por cualquier incomprensión, por cualquier palabra desacertada, o por cualquier desacuerdo que se ha dado entre nosotros. No debería ser así. Pero somos humanos y muy débiles.
Como regla general se puede pensar que cuando tal o cual hermano me cansa, es decir, me resulta molesto por un determinado rasgo de su personalidad, es entonces para mí un aviso que me dice en qué estoy fallando, en qué tengo aún que cambiar, o saber aceptar y adaptarme a los demás. Si, por otra parte, cuando surge una tensión, me mantengo replegado o con ciertas reservas, me hago más distante del otro hermano y la tensión empieza a subir de grados.
¿A quien no le ha pasado que en ciertos momentos parece que le molesta "toda la gente"? Nuestro desequilibrio emocional puede hacernos tropezar. Pero no cedamos a esta fácil tentación de replegarnos, de apartarnos un poco o del todo, o de faltar al grupo mientras me dura ese malestar.
Hay otros momentos en que puede surgir la tensión. Por ejemplo, con motivo de un determinado planteamiento que nos hemos de hacer al fijarnos un objetivo concreto, o al discernir los dirigentes del grupo, o a quién hay que encomendar tal ministerio: si no permanecemos pobres de espíritu y llenos del Señor, habrá dificultades para ponernos de acuerdo y surgirá la tensión que puede llevar cualquier nombre: protagonismo, rechazo de personas, susceptibilidad, complejo de víctima.
En un grupo grande las relaciones interpersonales pueden ser más bien superficiales, sin que se llegue a una gran apertura entre unos y otros. Pero cuando se forman grupos pequeños de profundización, o se inicia una fraternidad, una comunidad, se llega a conocer más a fondo a las personas. Es entonces cuando afloran aquellos rasgos individuales de nuestra personalidad, que no se manifestaban tan fácilmente en el grupo grande, y se pone más de manifiesto toda nuestra debilidad: esas aristas hirientes del temperamento que sólo bajo la acción del Espíritu llegan a limarse: peculiaridades, emotividad, impulsos y fuerzas del inconsciente. Todo esto mezclado al mismo tiempo con bondad y paciencia, los frutos del Espíritu mezclados con brotes de los frutos de la carne, pues el Reino de los cielos presente en nosotros, mientras permanezcamos en estado de peregrinación y de prueba, siempre estará sometido a la ley de la provisionalidad, mezclado el trigo con la cizaña (Mt 13. 24-30), hasta que venga lo perfecto y desaparezca lo parcial (l Co 13.9-10).
SOLO EL SEÑOR PUEDE CALMAR LA TEMPESTAD
En realidad conocemos y comprendemos muy poco de lo que pasa dentro de nosotros, por lo cual resulta difícil que cada uno se acepte y se ame a si mismo. Si no me amo a mi mismo en aquello que provoca más mi propio rechazo, mi debilidad, mi cuerpo deforme, mi enfermedad, mis limitaciones, etc., tampoco podré amar a los demás.
Para comprender mejor el mecanismo de los impulsos negativos y destructores que en las relaciones interpersonales dan origen a las tensiones, será bueno tener en cuenta lo que la psicología dice de las áreas determinantes de la personalidad:
a) Un área que opera a un nivel inferior y profundo de la personalidad, desconocido e incontrolado por el mismo sujeto: es el inconsciente, verdadero substrato de la vida psíquica, donde nacen los deseos y se organizan los lazos interhumanos y las conductas. En este área, que escapa a nuestro conocimiento, ejerce su señorío el egoísmo, siempre bajo la ley del placer. De aquí surgen los impulsos de agresividad, de aversión, de venganza, o los que nos llevan a escoger las personas que resultan más simpáticas y atrayentes.
b) Otra área, a un nivel superior, y de cuyos contenidos tenemos conciencia y que podemos controlar, es el área de lo consciente o la conciencia. Aquí conocemos nuestro interior, nos horroriza el mal y amamos lo bueno y lo recto.
Los impulsos del área inferior tienden constantemente a penetrar en la conciencia e imponer su ley, si se lo permite nuestro sentido ético. Siempre exigen satisfacción urgente y presentan una justificación para ser admitidos en el campo de la conciencia. Entre las dos áreas existe un constante conflicto. Si dominan las fuerzas inconscientes, tenemos el caso del impulsivo, del inmaduro. Si la conciencia logra impedir que imperen aquellos impulsos salvajes, se establece cierto equilibrio.
e) También hay que tener en cuenta el equilibrio o desequilibrio de la propia afectividad, que es el aspecto más fundamental de la vida psíquica, la base a partir de la cual se forman las relaciones humanas y los lazos que nos unen a nuestro medio vital. Cuando, en contra nuestro, se altera la organización afectiva que hemos aceptado, ello repercute en toda la persona, en las actitudes y en el comportamiento, provocando cierta inadaptación social. El resultado puede ser angustia, inseguridad, ansiedad, cualquier trastorno psíquico.
Con independencia de la validez que queramos dar a esta explicación, la solución a los conflictos y tensiones no consiste en evitar que surjan los impulsos, lo cual como sabemos no siempre es posible, sino en evitar que nos dominen, imponiendo su ley y determinando nuestra conducta.
Para esto ha de darse una condición: que el Señor esté presente en nuestra conciencia, que El ocupe nuestra conciencia. Solamente El tiene poder para calmar las tempestades que de improviso puedan surgir en el fondo de mi ser.
Pero que El esté verdaderamente vivo en mi corazón, que yo experimente su fuerza y su paz y la seguridad que únicamente El puede hacerme sentir, depende del grado de oración en que yo esté viviendo. A mayor grado de oración, más fuerza tendré de parte del Señor, más vivo estará Jesús en mi interior. Y entonces no me dominarán las fuerzas ciegas y salvajes de mi inconsciente.
Por otra parte, yo debo estar sobre aviso respecto a mis reacciones e impulsos y tratar de tomar conciencia del motivo profundo que pueda subyacer en el fondo de muchos de mis comportamientos. Porque el amor propio fácilmente se disfraza de celo o de fidelidad. El amor propio herido siempre recurre al procedimiento de cortar la comunicación en forma de frialdad para con el hermano o siguiendo el impulso de fuga. De ordinario el Señor no me pide que me aparte de los hermanos, o que desaparezca, lo cual me llevaría a la soledad, a la tristeza, a la esterilidad, sino que me mantenga en la estacada hasta el final, allí en el camino donde El me puso. Si cuando aprecio que esto empieza a suceder en mi corazón me vuelvo al Señor y clamo "Señor, ayúdame, porque ni siquiera yo mismo ?me conozco y quisiera dejarme llevar de este impulso...” Entonces me invadirá la paz, el arrepentimiento y la fuerza necesaria para perdonar y seguir amando.
UNA GRAN RESPONSABILIDAD DE LOS DIRIGENTES
Los dirigentes de cada grupo han de estar siempre atentos para ver cómo marchan las relaciones interpersonales dentro del grupo. Es una de las cosas que más nos tendría que preocupar, y allí donde ha surgido una tensión los dirigentes hemos de poner paz, reconciliación y amor: "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9).
Lo que construye y crea la comunidad, lo que más hace avanzar a un grupo, es la unidad y el amor entre sus miembros. El amor entre los hermanos tal como Jesús enseñó, es lo que construye la comunidad, muy por encima de todo nuestro empeño y entusiasmo por crearla. Es preciso recurrir a todos los medios posibles: diálogo paciente, reconciliación, transparencia, corrección fraterna. Tener mucha paciencia y aprender a sufrir. Nunca nos podemos desentender, ni desmoralizar. El Señor nos quiere unidos en el sufrimiento, en la incomprensión, en la paciencia.
Cuando hay un conflicto hay que intensificar la oración. Las partes más afectadas deben buscar primero reconciliación. Puede haber resistencias, porque no siempre tenemos el deseo sincero de que se arreglen las cosas, o porque nos faltan fuerzas para perdonar de verdad.
Un procedimiento que siempre da maravillosos resultados es cuando los dos hermanos, que tienen dificultad para aceptarse o para amarse, se presentan juntos ante el Señor sintiendo toda su pobreza y oran: "Señor, Tú nos has unido. Quieres que nos amemos y caminemos juntos. En estos momentos nos resulta difícil comprendernos y amarnos. Ven Tú en nuestra ayuda.
Ante Ti nos perdonamos y cada uno rechaza lo que hay contra el hermano. Pon tu amor en nuestros corazones para que podamos amar de verdad". El Señor no se resiste ante una oración como ésta.
Si al final no podemos ponernos de acuerdo en un asunto determinado y seguimos discrepando, la solución no es romper. Siempre podemos decir: Bien, pensamos distinto y no coincidimos en nuestros puntos de vista, pero sigamos amándonos como hermanos, porque El nos quiere unidos, y trabajaremos para llegar a la unidad.
En toda acción reconciliadora será de gran ayuda saber apreciar todo lo bueno y positivo que hay en el otro, sobre todo su voluntad sincera de agradar al Señor y vivir a su servicio. Esto no nos puede dejar indiferentes.
Si nuestro espíritu no está plenamente centrado en el Señor, no podremos hacer esto, y nos faltará el deseo sincero de la reconciliación: "En lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres" (Rm 12, 18).
Saber apreciar y estimar lo bueno de cualquier hermano es cualidad del alma que supone otras muchas virtudes. Tenemos más desarrollado el espíritu de justicia y de exigencia respecto al hermano que el espíritu de misericordia y de bondad, capaz de reconocer siempre la bondad y los dones que el Señor ha puesto en él. Si no le amamos, no podremos alabar a Dios por las maravillas que ha hecho en él En este caso lo que solemos hacer es silenciar sus dones, o quitarles valor o cerrarnos con un "sí... pero...". La magnanimidad y el amor que el Padre de los cielos tiene para nosotros sus hijos es algo de lo que más necesitamos en nuestro caminar en la vida del Espíritu, para que nuestras relaciones interpersonales sean cada vez más santas y revistan esa elegancia espiritual y espíritu magnánime que San Pablo deseaba para los Filipenses: "Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Flp 4,8).
( De: www.siervoscas.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario