Por el padre José Antonio Ubillús Lamadrid CM (Zenit.org)
Una de la devociones más hermosas que la Iglesia Católica ha
fomentado y que ha echado raíces en el corazón de tantos pueblos del
mundo entero es la adoración del Santísimo o contemplación de Jesús
Eucaristía, un acto fe que permite un conocimiento gratuito de Cristo y
un adentrarse en los sentimientos de su corazón. Una adoración y
contemplación que tienen su culmen en la solemnidad de Corpus Christi.
Conocer a Cristo significa encontrarnos con él. Así es como conocemos
a las personas. Hay diferencia entre saber de alguien y conocerlo. Esto
último sólo es posible cuando nos hemos encontrado personalmente con
él.
Recuerdo la historia de aquel relojero que entró en el ejército y a
quien todos le encargaban revisar su reloj. Tenía tanto trabajo que
cuando llamaban al combate, no podía luchar con eficacia porque no sabía
hacerlo. Así también, ¡cuántas personas consagradas se han
especializado hoy en toda clase de saberes, pero apenas conocen a
Cristo! No han tenido tiempo para ello por lo que difícilmente van a
poder comunicar lo que no han conseguido aprender. ¡Nadie da lo que no
tiene!
Ciertamente este conocimiento de Cristo no nos lo puede transmitir en
último extremo ni la reflexión, ni la meditación. Es, como en el caso
del Espíritu, puro don de Dios que tenemos que pedir.
Así lo entendió, por ejemplo, Gandhi. Sabido es cuánto admiraba a
Jesús y cómo intentaba vivir los principios de las Bienaventuranzas. Sin
embargo nunca se hizo cristiano ni pudo reconocer a Jesús como el Hijo
de Dios. En una ocasión le interpeló un cristiano diciéndole: “¡Cuánto
me extraña que usted, tan conocedor de la fe cristiana, se haya fijado
en los principios y se haya olvidado de la persona! Si me permite le
sugiero que intente llegar desde los principios a la persona, desde el
Evangelio a Jesús”. Y Gandhi le respondió: “Aprecio su sugerencia; pero
no puedo adoptar esa postura con la cabeza, es preciso que mi corazón
sea tocado. Saulo, añadió, no se convirtió en Pablo mediante un esfuerzo
intelectual, sino porque algo le tocó su corazón. Lo único que puedo
decir es que mi corazón está absolutamente abierto y que deseo encontrar
la verdad”.
Tenía razón Gandhi: a Cristo no se le llega a conocer realmente desde
el esfuerzo de la razón, sino desde la limpieza del corazón. Pero es
preciso, y esto es quizá lo que aquel gran hombre no hizo, es preciso
pedirle al Padre que nos dé ese don. Que sea él quien nos atraiga a
Cristo; que sea él quien nos lo devele, porque “nadie conoce al Hijo más
que el Padre y aquel a quien el Padre se lo quiera revelar” (Mt 11,
27).
El conocimiento de Cristo lleva inmediatamente al amor. Y es que no
es posible conocerlo y no amarlo; no es posible contemplarlo y no
sentirse atraído por él… Cuanto más profundo sea nuestro conocimiento de
Cristo, mayor será nuestro amor por él. Y cuanto más lo amemos, más
profundamente lo conoceremos, porque para conocer realmente a una
persona es imprescindible mirarla con los ojos del amor.
Así era como pretendía ser amado Jesús, de manera personal. Por lo
general cualquier reformador religioso proclama un ideal exterior a él
mismo. Sólo Jesús se proclama a sí mismo y hace de sí mismo el centro de
su doctrina- “¡Ven y sígueme!”, dice Jesús. “Quien ama a su padre o a
su madre más que a mí, no es digno de mí”, añade. “Yo soy el camino, la
verdad y la vida”, afirma solemne. “En mí se cumple esta Escritura”,
advierte en Nazaret.
Labios de mensajero y oídos de discípulo
No se trata, por tanto, de adherirse a un sistema intelectual o a una
filosofía. No se trata ni siquiera de aceptar un mensaje divino o de
plegarse a una verdad revelada. Se trata de convertirse a Cristo y
convertirse de corazón. Y convertirse de corazón significa amarlo,
entregarle todo nuestro ser y nuestra vida; dejarse poseer por él;
abrirle el corazón para que sea él quien lo habite hasta el punto de que
sea él quien se manifieste en cada gesto que hagamos en cada palabra
que digamos. ¿No hemos observado cómo el amor transforma, moldea, y
asemeja a las personas que se quieren? Pues así, amar a Cristo significa
asumir sus valores, hacer míos sus criterios, hacer mía su vida.
Ni dudemos, pues, de entregar todo nuestro corazón a Cristo.
Esforcémonos por adquirir aquel fantástico amor que sintió Pablo, un
amor tan intenso que se expresaba en las formas más atrevidas: “¿Quién
nos separará, decía, del amor de Cristo”. Y confiado, respondía; “Ni la
muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni el presente ni
el futuro, ni la profundidad ni la altura… nada podrá separarnos del
amor de Cristo” (Rom 8, 35-39).
Amar así al Señor es poner en él toda nuestra confianza. Conscientes
de que él nos ha amado primero y espera simplemente ahora la respuesta
de nuestro amor. Imaginémoslo cerca, contemplemos sus rasgos y
entreguémosle nuestro corazón.
Entregarle a Cristo el corazón implica disponerse a compartir con él
la vida, seguirlo por el camino de las Bienaventuranzas. Lo cual
conllevará sufrimiento porque supone compartir su misma suerte.
A lo primero a lo que Jesús llama, según el testimonio de Marcos 3,
13-19, es a estar con él: “Instituyó Doce, afirma el evangelista, para
que estuvieran con él y para enviarlos a predicar”. “Estar con él”. El
discípulo necesita vitalmente instalarse en Jesús, estar con Jesús, para
ser con Jesús y vivir en Jesús. Estar con Jesús, conocer a Jesús,
escuchar sus palabras, contemplar sus acciones, conocer lo que siente y
lo que piensa, cuáles son sus fidelidades y su meta. Es, pues, la
primera función de los discípulos, porque si es verdad, como añade
después el texto de Marcos, que quiere después enviarlos a predicar,
pero primero los tiene que conocer. Porque no hay labios de mensajero,
si no ha habido antes oídos de discípulo.
No puede haber misión, si no ha habido antes seguimiento. Y esto nos
tiene que hacer pensar, porque, a lo mejor, somos en más ocasiones
trabajadores del Señor que amigos suyos. Y lo que él quiere, en primer
lugar, son amigos, seguidores. Y sólo después apóstoles. ¿Qué mensaje
van a comunicar si antes no han escuchado? ¿Qué testimonio van a
manifestar si antes no han conocido?. ¿Y qué experiencia de Cristo van a
transmitir si antes no han vivido con él? (cf. Apuntes de un retiro
predicado por el P. Santiago Azcárate, CM).
Del “estar con Jesús”, sale después una actividad más sosegada, más
pensada y con más alma. Y todo ello sin temor a evasiones
espiritualistas, porque el que sube a este Dios nuestro baja también a
este mundo nuestro; ya que nuestro Dios es un Dios que se encarna, que
vive y que siente (Ibid).
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